jueves, 22 de marzo de 2012

EL PARAÍSO


Sentí que había llegado al paraíso cuando llegué a Fort De France. Fort de France es la capital de la isla caribeña de Martinica, territorio de Francia en ultramar y está situada en el Mar de las Antillas Menores.

Nunca creí que el color del cielo fuera tan intensamente azul, que el color del agua del mar tan azul turquesa y que las palmeras fueran realmente tan altas y que estuvieran combadas por el peso.  La arena es blanca y fina como el polvo de talco, los peces aún más grandes y coloridos que en otros lugares. En esas latitudes todo es exuberante, distinto, extravagante.  Es el Caribe.

Los hombres tienen una exclusiva mezcla de autóctonos con africano y con blanco.  Se da una raza de hombres altos, fuertes, de color de piel cobriza, pelo ensortijado y ojos verdes. Todos con un ritmo musical que apabulla al danzarín más experto. Los hombres son muy guapos y casi todos se dedican a la música.

En el mercado, al atardecer las mujeres venden en cestas especias, y condimentos y verduras frescas que son muy extraños para los ojos de un neófito.
Ellas colocan el polvo de canela, de pimienta o de guindilla en la mano del posible comprador para que lo huela y decida si le gusta y quiere comprarlo. Ellas hablan en un dialecto francés con un dulce acento caribeño. Las mujeres huelen a coco, a aceite de palma.  Son fuertes, grandes, de complexión ancha y muy comerciantes.

No todas las personas saben que Fort de France es donde nació Rose Tascher de la Pagerie que el mundo conocería más tarde como Josefina Bonaparte, la primera esposa de Napoleón.  Ella nació y creció en el siglo XVIII en una plantación de caña de azúcar propiedad de su padre y fue educada en un colegio religioso aunque marchó muy joven a París para casarse con el primer marido Alexandre de Beauharnais unos años  antes a la Revolución Francesa.


Estuve aproximadamente una semana en Martinica y pude presenciar un entierro. Había una banda que tocaba música de soca o algo parecido, muy alegre y dinámica, nada triste y la gente seguía el féretro andando y bailando.  Solo los músicos iban vestidos de negro con camisas blancas impolutas y pajaritas negras, calcetines blancos zapatos negros. Las mujeres iban con sus trajes de domingo en telas amarillas, azul celeste, rojo, rosa y todas absolutamente llevaban sombreros del mismo color que el vestido, zapatos de tacón del mismo color que el vestido y guantes blancos.

Al llegar al cementerio fueron hacia la fosa y enterraron a la persona, yo me quedé, por espeto en la puerta y comencé a andar de vuelta y vi cosas de las que no me había percatado a la ida: pequeños bares pintados de rosa Caribe, de azul turquesa, de amarillo,  de verde claro ofrecían en mesas puestas en el suelo y cubiertas con manteles de vichy de plástico, cervezas y frituras. A lo largo de la calle, había puestos en el suelo en los que se vendían piñas, mangos, cocos y se podía perfectamente regatear. Lo curioso es que los puestos estaban en la parte exterior del bar y nadie cuidaba la mercancía. Solo si alguien quería llevarse una piña o dos mangos, entraba al bar y regateaba el precio.

Otra cosa muy curiosa de Martinica es que las construcciones típicas son casitas bajas de madera pintada de colores pastel tanto en la parte residencial como en la zona comercial de la ciudad.

Tuve la suerte de estar una semana en el paraíso y digo paraíso porque la paz, la tranquilidad, el ligero olor a sal, a mar, a pescado fresco, a coco, a palmera, la vegetación amorosa, como un precioso cobertor verde sobre la cabeza y la tibieza del clima hicieron de mí que tuviera esa típica sensación de no querer irme nunca.  Y eso pasa en los lugares en donde uno se siente plenamente feliz.

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