Esperaba a que la tetera
estuviera lista, el agua caliente, hirviendo a borbotones, el té preparado, el
azúcar y la leche a punto para poder disfrutar del mejor momento del día: la
hora del té. Mientras tanto se asomó a la ventana y tras los cristales vio una
tarde plomiza, lluviosa, una noche que prometería ser azul zafiro se
convertiría en gris acero. Resignada se apretó bien el cinturón del albornoz y
se sirvió el té. Quería disfrutar del momento, de su casa, de su soledad, de su
seguridad en el lugar que ella más amaba, su ciudad.
La vida le había regalado el amor
y la compañía de un hombre, Henry que moriría tras 11 años de relación
destrozando en un instante sus deseos de permanecer con él para el resto de sus
vidas y envejecer juntos. Eso había soñado
una vez, hace tanto….
Se resignó a llevar una vida
tranquila, sencilla. Se esforzó por tener excelentes relaciones con sus más
íntimos amigos y se empeñó en veranear con su familia todos los años en el sur
de España.
Tenía un trabajo digno, gozaba de
la confianza de sus jefes y compañeros y era una pieza clave y fundamental en
la empresa. Sin embargo tras unos meses de malos números, la empresa cerró y
dejó a todos los empleados en la calle.
Dagmar, que ya tenía 56 años, se tomó el asunto con mucha calma pensando
que no hay mal que por bien no venga como toda filosofía y como ya tenía el
piso pagado, sus necesidades eran mínimas: sus tés, sus infusiones de verbena y
sus quesos franceses que iba a comprar dos veces al años a parís, sus
vacaciones en Málaga y la comida de su gata.
En realidad su vida era un lujo
al alcance de muy pocos que intentaba llevar con dignidad y sencillez. Su vestir era siempre correcto, sencillo pero
elegante, con algún toque chic como sus bolsos de marca. Aún así, con todo ello, sentía que la vida aún
le iba a dar un capítulo más y lo esperó con tranquilidad.
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