jueves, 12 de julio de 2012

Tarde de sábado en Alemania.


Camino por calles desiertas; cojo el primer autobús que pasa y me bajo cerca al Zoo.
La tarde es fresca y ventosa; está nublado.  No llueve todavía, aunque las nubes son grises.   La sensación de tristeza es absoluta, no acompaña el clima, me parece estar en una ciudad muerta, sin gente, sin ruido, de vez en cuando alguien pasa por delante, cruza la calle; mirada fija en la nada. La gente procura no dar la sensación de llamar la atención, no habla, no produce demasiado ruido al moverse ni tampoco se acerca demasiado, son personas que respetan el espacio personal, la distancia, la reserva., que huyen de la cercanía, que emiten rayos plateados de hielo, que no se fijan en nada ni en nadie; sus pensamientos fijos en sí mismos, retorcidos en sus propios cerebros sin salir a flote ni demostrar un atisbo de pasión. Veo una tienda abierta. Entro. Es una tienda de productos de agricultura biológica.  Compro un tarro de miel y una bolsa de tela con el logotipo de la tienda; pago a un joven rubio, espigado, con pelo largo, gafas redondas y jersey andino.  Este muchacho solo emite un ruido: el precio del tarro de miel y su voz es casi un susurro, tal vez porque evita de esa forma despertar al gato Bosque de Noruega tumbado en el mostrador o simplemente porque esa es su manera de ser.  Me da el cambio con un esbozo de sonrisa y me dice que coja una tarjeta de la tienda y en un murmullo cálido me invita muy amablemente a un próximo coloquio sobre el cultivo de hortalizas sin conservantes que se celebrará en el pueblo de Ober Ursel, en las montañas del Taunus.  Me da una pequeña tarjeta verde con la ubicación del centro. Estoy tentada de ir al coloquio, porque el cultivo de las hortalizas de forma natural me interesa y porque es una buena oportunidad para conocer el pueblo que, durante la segunda guerra mundial, fue sede de un “Dulag” (Durchganglager).  Le agradezco la oferta y me quedo con la tarjeta que guardo en el bolsillo de la chaqueta.
Salgo de la tienda y veo que las nubes van poniéndose más oscuras y parece que comenzará a llover en breve.  Lo único que alegra la tarde gris es un alto grupo de globos multicolores que flotan al final de la calle y comprendo que ya me queda poco para llegar al Zoo donde he quedado con Sylvia, no con el fin de darnos un paseo visitando animales sino porque Sylvia vive en el extrarradio y ha dejado aparcado el coche cerca.  La veo a lo lejos; ella ya está esperando, es tan puntual.!!

Decidimos andar un poco y coger el metro para ir a la zona del Römer a tomar unos vinos, en las anchas y cómodas mesas de madera del bar al que vamos muchas veces. Sylvia está feliz, me cuenta que en su nuevo trabajo, ella se encarga casi de todo pero que no le importa, que lo que realmente cuenta es que tiene un trabajo, un dinero que cobrar a fin de mes; un dinero con el que mantener su casa, su nueva vida en Neu Isenburg, en el piso que ha comprado en un edificio de 4 alturas muy cercano al aeropuerto. Su marido, Peter, que trabaja como controlador aéreo, necesita estar cerca al aeropuerto y el piso que tenían en Sachsenhausen no les venía nada bien.   Me dice que coge el teléfono, recepciona los pedidos, prepara las facturas, llama a los proveedores, hace traducciones, hasta lava las tazas del café;  y tiene tiempo dos veces por semana para ir a clases de Contabilidad para poder mejorar en el trabajo y conseguir un empleo mejor. Lo cierto es que los números le han gustado mucho desde siempre.  No me extrañaría nada que Sylvia encontrara un mejor puesto pronto.
Terminamos una segunda ronda de vinos y dejamos el bar para acercarnos a Kaufhof y comprar un regalo para Meike cuyo cumpleaños se celebra el sábado que viene.  Encontramos muchas cosas: billeteros, pañuelos, colgantes, pero nos decidimos por unos guantes de piel de color coñac y un broche de plata con piedras de colores para el abrigo.  Con los paquetes y el calorcillo interior que proporciona el vino, cogemos el metro hacia su coche.  Sylvia me llevará a la estación de Waldorf, en donde Peter, Meike y Elke me esperan para cenar en el Restaurante Croata que hay a las afueras del pueblo. Me despido de Sylvia y quedamos para vernos el próximo sábado en la cena de cumpleaños que dará Meike en su casa; allí le entregaremos sus regalitos. 

Así acabamos el sábado, un sábado entre alemanes.

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